martes, 5 de agosto de 2008

Jean-Luc Nancy, El vestigio del arte

Confines 04, julio 1997, pp. 205-216.



El vestigio del arte.
Jean-Luc Nancy.


¿Que queda del arte? Acaso solamente un vestigio. Eso es al menos lo que se oye decir actualmente, una vez más. Al proponer como titulo de esta conferencia «El vestigio del arte», tengo en vista, en primer lugar, simplemente lo siguiente: suponiendo que del arte no queda en efecto sino un vestigio –a la vez una huella evanescente y un fragmento casi inaprehensible–, ella misma podría ser apropiada para encaminarnos tras la huella del propio arte. O, al menos, de algo que le fuera esencial, si se puede formular la hipótesis de que aquello que queda es también aquello que más resiste. A continuación, deberemos interrogarnos si este algo esencial no será en sí mismo del orden del vestigio, y si el arte en su totalidad no manifiesta, en el mejor de los casos, su naturaleza o lo que pone en juego una vez que se conviene en vestigio de sí mismo: una vez que, apartado de la grandeza de las obras que originan mundos, parece pasado, sin mostrar más que su pasaje. Volveremos inmediatamente sobre este punto, al considerar más detenidamente que es un vestigio.

Existe, entonces, un debate en torno del arte contemporáneo, y es a título de este debate que Uds me han solicitado hablar hoy, en el Jeu de Paume, en un museo. Es decir, en este extraño lugar en el cual el arte no hace más que pasar: permanece allí en tanto que pasado, y se encuentra allí como de pasaje, entre lugares de vida y de presencia con los que acaso –sin duda la mayoría de las veces– no se reunirá más. (Pero quizás el museo no sea «un lugar, sino una historia», como dice Jean-Louis Déotte[1], una disposición que da lugar al pasaje como tal, al pasar más bien que al pasado: de eso se trata el vestigio.)

Con angustia, con agresividad, se pregunta en todas partes si el arte continúa siendo arte. Situación promisoria, contrariamente a lo que piensan los espíritus apesadumbrados, puesto que prueba que existe preocupación acerca de qué es el arte. Expresado de otra manera, existe preocupación por su esencia, por recurrir a una palabra muy cargada. La palabra es grave, en efecto, y despertará sospechas entre algunos respecto de la toma de posesión o la expropiación del legado filosófico que anunciaría. Sin embargo, nos esforzaremos por aligerar esta palabra, basta su propio vestigio. Por el momento, respondamos a lo que contiene de promisoria. Dicho debate, ¿nos permite saber algo más sobre la «esencia» del arte?

De manera preliminar, es preciso clarificar las cosas, puesto que existen numerosos debates que se entremezclan. Todos tienen, a no dudarlo, un lugar o punto de fuga común, precisamente en el ser del arte, pero es necesario distinguir varios planos. Avanzaré progresivamente, ordenando mi exposición en simples números sucesivos (diez, exactamente).

*

1. Se plantearía en primer lugar el debate sobre el mercado del arte, o sobre el arte como mercado: cómo se reduciría a un mercado, lo cual sería una primera manera de vaciar su propio ser. Debate, como sabemos, sobre los lugares o sobre los emplazamientos, sobre las instancias y sobre las funciones de este mercado, sobre las instituciones públicas y privadas que allí se confunden, sobre el lugar que ocupa en una «cultura» que, en un plano más amplio, ya constituye por si una manzana de la discordia.

No hablaré sobre ello. No es de mi incumbencia. Una vez más, sólo propongo una reflexión sobre la esencia del arte, o sobre su vestigio. Y, por consiguiente, sobre la historia que conduce a este vestigio. Por cierto, ella no brinda inmediatamente los principios a partir de los cuales podrían deducirse máximas prácticas. La negociación entre los dos registros es de otro orden. No propongo, entonces, una «teoría» destinada a una «práctica». Ni para una práctica de mercado, ni –menos aún, en lo posible–, para una práctica artística.

No obstante, dado que reencuentro aquí el motivo de la relación del arte con los discursos que se sostienen sobre él, y dado que algunos de estos discursos han podido ser percibidos, últimamente, como emergentes de una inflación filosófica y como participando, al mismo tiempo y de una manera más o menos hipócrita, de la extracción de plusvalor a costillas del arte, aprovecho la ocasión para afirmar, al contrario, que el trabajo de pensar y decir el arte –o su vestigio– se encuentra el mismo inmerso, entretejido, de manera por demás singular, en el trabajo del arte mismo. Y ello, desde que existe el «arte» (sea cual fuera la fecha a la cual se desee remontar su nacimiento, desde Lascaux o desde los griegos, o de este desapego, de esta distinción, en suma, que se llama el «fin del arte»). En cada uno de estos gestos, el arte compromete también la cuestión de su «ser»: busca su propia huella. Acaso mantiene siempre con sí mismo una relación de vestigio y de investigación.

(De manera recíproca, numerosas obras de arte actuales, demasiadas acaso, no se crean sino para llevar a término su propia teoría, o, al menos, parecen no ser otra cosa que eso: una forma más de vestigio. Pero este hecho en sí constituye un síntoma de la sorda exigencia que trabaja a los artistas y que no tiene nada de «teórica»: la exigencia de presentar al arte mismo, la exigencia de su propia ékfrasis.)

A propósito del mercado, añadiré sin embargo lo siguiente: no basta por cierto con estigmatizar la subordinación de las obras de arte al capitalismo financiero para rendir cuenta de aquello que coloca al arte en una situación de valor desorbitado. O de aquello que lo hace, si así puede expresárselo, desorbitar el valor mismo (el de uso, el de cambio, el valor moral y también el semántico).

No se traía de excusar, menos aún de legitimar, sea lo que fuere. Tampoco de ignorar que el mercado afecta no solamente al comercio de las obras de arte, sino a las obras de arte mismas. Se traía solamente de afirmar que no quedamos absueltos con una condena de moral estética. Y ello no tiene nada de nuevo en la historia del arte, que no nos ha esperado para ser también una historia comercial. (Lo que es nuevo es solamente un estado de la economía o del capital: dicho de otra manera, la cuestión es política en el sentido más intenso, brusco y difícil de la palabra.) Sin duda, el arte ha estado siempre fuera de precio por exceso o por defecto. Esta exorbitancia tiene que ver –si bien siempre a través de mediaciones, desviaciones y expropiaciones– con una de las apuestas más difíciles y más delicadas en la tarea de pensar el arte: pensar, sopesar, evaluar lo que tiene de archiprecioso o de fuera de precio, de invalorable. A la manera de un vestigio.

2. En lo relativo al debate que llamaremos «propiamente estético», distingamos dos planos:
Primer plano: la incomprensión y la hostilidad que suscita el arte contemporáneo son cuestiones de gusto. En este caso, toda discusión es útil. No en virtud de un liberalismo subjetivista de los gustos y los colores (en el cual no existe discusión), sino porque el gusto (si no se encuentra, en el otro extremo, confundido con la pulsión normativa o con la discriminación maniaca), en el debate de los gustos y disgustos, no es en suma más que el trabajo de la forma que se busca, del estilo que aún se ignora mientras se forma, y que se siente aun cuando no se pueda reconocer su sentido. El gusto, el debate sobre el gusto, es la promesa o la propuesta del arte, simétrica de su vestigio. Es la propuesta de una forma, de un esbozo destinado a una época o un mundo. En estas condiciones, desearía que hubiera más debate del que hoy existe... que se revivieran, de manera renovada, las batallas de Hernani o de Dada... No iré más lejos por esta pista, que proviene de Kant, como se sabe. (Excepto para observar que si no es posible, en este momento, proponer un «mundo», esta falla no es, en todo caso, imputable al arte y a los artistas, tal como lo hacen algunos, sino al «mundo», o a la ausencia de mundo...)

Segundo plano (que no es excluyente del primero, pero en el que no se trata de una cuestión de gusto): la incomprensión y la hostilidad, tanto como la aprobación desmedida, se encuentran, sin saberlo o sin querer saberlo, a la medida de aquello que el arte no puede comprenderse o recibirse bajo los esquemas que fueron los suyos. De estos esquemas, es verosímil que todo empleo de la palabra «arte» retenga inevitablemente lo siguiente: cuando decimos «arte», connotamos al menos «gran arte», vale decir, algo así como la idea de una gran forma que «limitaría intencionalmente con la cosmogonía de su tiempo» (por emplear la frase de Lawrence Durrell en El Cuarteto de Alejandría). Al decir «arte», evocamos una cosmética de alcance cósmico, cosmológico, incluso cosmogónico. Pero si no existe kosmos, ¿cómo existirá el arte en este sentido? Ahora bien, el hecho de que no exista kosmos constituye sin duda la marca decisiva de nuestro mundo: mundo, hoy, no significa kosmos. Por consiguiente, «arte» no puede significar «arte» en este sentido (Es por esta razón que yo había propuesto en primer lugar para hoy el titulo de «El arte sin arte».)

Al inscribir la polis en el kosmos, se debería también ejemplificar lo precedente mediante estas frases de G. Salles: «Un arte difiere del que lo ha precedido y se realiza porque precisamente enuncia una realidad de otra naturaleza que una simple modificación plástica, refleja otro hombre, (...) El momento que debe ser captado es aquél en que una plenitud plástica responde al nacimiento de un tipo social.» (Citado por Déotte, op. cit.; p. 17). Pero de igual manera que nuestro mundo ya no es cósmico, nuestra polis acaso ya no es política en el sentido que sugieren estas líneas.

A la determinación de este mundo acósmico y de esta ciudad «apolítica», es necesario no olvidarse aquí de agregar lo siguiente, que no juega allí el menor rol y que resume la conocida frase de Adorno: «Toda cultura posterior a Auschwitz, incluso su crítica urgente, no es más que un montón de basura». Aparte de su valor nominal, «Auschwitz» adquiere aquí un valor de metonimia para muchas otras instancias de lo insoportable. Esta frase no justifica, sin embargo, la conversión de la basura en obra de arte. Reenvía, al contrario, un eco terrible a un comentario formulado por Leiris mucho antes de la Segunda Guerra, en 1929: «Actualmente, no hay manera de hacer pasar algo porteo o repugnante. Hasta la mierda es hermosa[2].» La imbricación de mundo e inmundo no puede ser, para nosotros, ni desimbricada, ni disimulada. Es así que no hay kosmos. Pero carecemos de un concepto para designar un arte sin kosmos ni polis, si al menos ha de existir un arte de este tipo, o si continúa siendo del arte de lo que debe tratarse.

De esta manera, todas las acusaciones, todos los emplazamientos, exhortaciones o llamamientos dirigidos al arte desde el horizonte supuesto de un kosmos y de una polis a los cuales habría que «responden» o con los cuales debería «limitar intencionalmente» son vanos, puesto que nada, a nuestro juicio, respalda esta suposición. De este hecho, ya no es más posible suponer una región o una instancia del «arte», a la cual se podría dirigir, y dirigir demandas, órdenes o súplicas.

En cierta medida –inmensa medida, en verdad inconmensurable–, el arte se impone en nuestro tiempo un gesto severo, una penosa marcha hacia su propia esencia convertida en enigma, enigma que es manifestación de su propio vestigio. No es la primera vez: quizá toda la historia del arte esté conformada por sus tensiones y sus torsiones hacia su propio enigma. Tensión y torsión parecen hoy en su apogeo. Acaso se trate de una apariencia, acaso se trate de la concentración de un acontecimiento en marcha desde hace al menos dos siglos. O bien desde los orígenes de Occidente. Sea lo que fuere, «arte» vacila sobre su sentido, así como «mundo» vacila sobre su ordenamiento o sobre su destino. En estas condiciones, no existe ninguna disputa: debemos acompañar esta marcha, debemos saberlo hacer. Es exactamente del orden del deber y del saber más estrictos, y no del orden de los arrebatos, las execraciones o las celebraciones ciegas.

3. Es conveniente recordar, en primer lugar, que los arrebatos, las desolaciones o las simples constataciones de agotamiento ya se encuentran por sí mismos desgastados Kant escribía que el arte «sin duda ya ha alcanzado desde hace tiempo un límite que no puede franquear». Este límite se opone, en el contexto kantiano, al crecimiento indefinido de los conocimientos: no se trata exactamente de una constatación de agotamiento, sino de la primera forma de la constatación de un «fin», bajo el motivo ambiguo de una finalización siempre recomenzada del arte. Hegel, se sabe demasiado bien, declaró que el arte pertenecía al pasado en tanto que manifestación de lo verdadero. Renan, en una recuperación sin duda deliberada Hegel, escribía en el otro fin de siglo: «El mismo gran arte desaparecerá, llegará el tiempo en el que el arte será cosa del pasado». Duchamp enunció: «El arte ha sido pensado hasta el límite»[3]

El mero comentario de estas cuatro frases, y de su sucesión, demandaría un enorme trabajo. Aquí sólo anticiparé una conclusión: el arte tiene una historia, es quizás radicalmente historia. Vale decir, no progreso, sino pasaje, sucesión, aparición, desaparición, acontecimiento[4]. Pero, en cada oportunidad, lo que ofrece es la perfección, la realización. No la perfección en tanto que meta y término final hacia el cual se avanza, sino aquella perfección que refiere al advenimiento y a la presentación de una sola cosa en tanto que formada, en tanto que conformada a su ser, en su entelequia, por apelar a este término de Aristóteles que significa «un ser realizado en su fin, perfecto». De esta manera, se trata de una perfección siempre in progress[5], pero que no admite la progresión de una entelequia a la otra.

Es así que la historia del arte es una historia que se sustrae, desde el inicio y siempre renovadamente, a la historia o la historicidad representada como proceso y como «progreso». Se podría decir: el arte es cada vez radicalmente otro arte (no solamente otra forma, otro estilo, sino otra «esencia» del «arte»), según «responda» a otro mundo o a otra polis, pero es al mismo tiempo, cada vez, todo lo que es, todo el arte tal como es en sí, finalmente...

No obstante, esta realización sin fin –o bien esta finalización finita, si se intenta entender por tal una realización que se limita a aquello que es, pero que, por sí misma, abre la posibilidad de otra realización, y que es, por lo tanto, también finalización infinita– este modo paradójico de la perfección es sin duda lo que nuestra tradición exige y evita a la vez pensar. Este gesto ambiguo responde a razones profundas, que abordaremos más tarde. De este modo, dicha tradición designa como un límite, como un fin en sentido banal, y muy rápidamente como una muerte, lo que en verdad bien podría ser el suspenso de una forma, la instantaneidad de un gesto, la sincopa de una aparición... y también, por consiguiente, cada vez, de una desaparición, ¿somos capaces de pensar eso? Vale decir –ustedes ya lo adivinan–, de pensar el vestigio.

Será muy necesario hacerlo. Puesto que si el acontecimiento del arte al acabarse y desvanecerse se repite en su historia, si conforma esta historia como el ritmo de su repetición (y ello, insisto, quizás en silencio después de Lascaux), es que lo inviste de cierto carácter de necesidad. No se escapará de ello ni con exorcismos ni con bendiciones. En consecuencia, así como no busco aquí un juicio de gusto, tampoco propongo un juicio final sobre el arte contemporáneo, un juicio que lo evaluaría, para bien o para mal, con la vara de una finalización ideológica (que también seria, forzosamente, teológica, así como cosmológica y antropológica). Propongo, por el contrario, examinar de que género de «perfección» o de «finalización finita/infinita» es susceptible aquello que queda cuando una realización se exhibe e insiste en exhibirse. Mi propósito es entonces el siguiente: de una perfección finita, o vestigial.

4. Si se desea ser cuidadoso, y ponderar con precisión las palabras y su historia, convendrá adoptar una definición del arte que englobe todas las otras (al menos para Occidente, pero el «arte» es un concepto de Occidente). Se trata, no por azar, de la definición de Hegel: el arte es la presentación sensible de la idea. Ninguna otra definición se distancia lo suficiente de ella como para oponérsele de manera fundamental. Ella encierra, hasta nuestros días, el ser o la esencia del arte. Mediante diversas versiones o matices, es válida desde Platón hasta el mismo Heidegger (al menos hasta el texto conocido de El origen de la obra de arte, no ocurre lo misino con la primera versión de este texto que publicó E. Martineau en 1987. Pero no puedo entrar aquí en el análisis que sería necesario). Más allá, se trata de nosotros: nos debatimos –y debatimos– en tormo a un interior/exterior de esta definición; nos incumbe debatir con ella, inevitable y sin embargo ya superada, como quisiera mostrar.

Esta definición no solamente asedia a la filosofía, sino que domina otras definiciones que parecían alejadas del discurso filosófico. Por tomar algunos ejemplos, la fórmula de Durrell que antes cité no dice otra cosa. Tampoco la siguiente de Joseph Conrad: «Se puede definir el arte como la tentativa de un espíritu individual por hacer justicia al universo visible, poniendo a la luz la verdad diversa y única que encubre cada uno de sus aspectos[6]». Ni siquiera esta otra, cuya proximidad es solamente más disimulada, que Norman Mailer toma de Martin Johnson: «El arte es la comunicación de la emoción.»[7] Ni asimismo ésta de Dubuffet: «No existe arte sin embriaguez. Mas entonces: ¡loca embriaguez! ¡que se desplome la razón! ¡que delire! [...] El arte es la orgía más apasionante al alcance del hombre...[8]»

Para captar, no la simple identidad, sino la profunda homogeneidad de estas fórmulas, basta no olvidar que la Idea hegeliana no es en absoluto la Idea intelectual. La Idea no es ni el ideal de una noción ni el ideal de una proyección, sino la conjunción en sí y para sí de las determinaciones del ser (para avanzar rápidamente, se la puede nombrar también verdad, sentido, sujeto, incluso ser). La Idea es la presentación ante sí del ser o de la cosa. Es así que ella es su conformación y su visibilidad interna, o, más aun, es la cosa misma en tanto que vista, tomando la palabra simultáneamente como sustantivo (la cosa como una forma visible) y como adjetivo (la cosa vista, aprehendida en su forma, pero a partir de sí o de su esencia).

En estas condiciones, el arte es la visibilidad sensible de dicha visibilidad inteligible, vale decir, invisible. La forma invisible –el eidos de Platón–, retorna a sí misma y se apropia como visible. De esta manera, actualiza y manifiesta su ser de Forma y su forma de Ser. Todos los grandes pensamientos de la «imitación» no han sido jamás otra cosa que pensamientos de la imitación –o de la imagen– de la Idea (la cual no es, como se comprende, otra cosa que la auto-imitación del ser, su mímica trascendente o trascendental). Y recíprocamente, todos los pensamientos de la Idea son pensamientos de la imagen o de lo imitación. Inclusive, y especialmente, cuando se separan de la imitación de las formas exteriores o de su «naturaleza» así entendida. Todos estos pensamientos son de esta manera teológicos, girando giran obstinadamente en torno del gran motivo de «la imagen visible del Dios invisible», que constituye la definición de Cristo para Orígenes.

Es de este modo que toda la modernidad que habla de lo invisible o de lo impresentable se encuentra siempre al menos en trance de reconducir este motivo. Él es, por ejemplo, una vez más, el que domina el epitafio de Klee citado por Merleau-Ponty; «Soy invisible en la inminencia.»[9]

Lo que cuenta, entonces, es lo siguiente: una visibilidad de lo invisible como tal, o la idealidad hecha presente, sea en la presencia paradójica de su abismo, de su noche o de su ausencia. Es ella misma la que constituye lo bello, desde Platón –y más aún quizá desde Plotino, para quien se trata, en el acceso a la belleza, de devenir sí mismo, en su intimidad, luz y visión pura, y de esta manera «el único ojo capaz de ver la suprema belleza[10]» La suprema belleza, o el resplandor de la verdad, o el sentido del ser. El arte, o el sentido sensible del sentido absoluto. Y es aún la que constituye lo bello al ir mas allá de sí misma en lo «sublime», en lo «terrible», e igualmente en lo «grotesco», en la implosión de la «ironía», en una entropía general de las formas o en la posición pura y simple de un objeto ready-made.

5. Algunos, quizás, se precipitarán a concluir: he aquí por que el arte está en proceso de extinción: porque ya no tiene Idea que presentar, o porque el artista ya no quiere hacerlo (o bien ha perdido el sentido de la Idea). Ya no hay sentido, o bien ya no se lo busca, estamos atascados en el rechazo del sentido y en la «voluntad del fin» mediante la cual Nietzsche caracteriza el nihilismo. Se demanda entonces del artista, mas o menos explícitamente, que reencuentre la Idea, el Bien, lo Verdadero, lo Bello...

Tal es el discurso, tan débil aquí como en otra parte, de los que creen que basta agitar la bandera de los «valores» y de lanzar exhortaciones morales. Inclusive si es necesario admitir que el nihilismo está presentes en uno u otro artista (en aquel que, como dice Nietzsche, «pone en evidencia la naturaleza cínica y la historia cínica»[11]), será preciso sin embargo analizar su proveniencia de manera muy diferente y, por consiguiente, también extraer consecuencias muy diferentes. En la medida en que el arte, en efecto, alcanza lo extremo, en el que logra un momento de realización y/o de suspenso, pero en el que al mismo tiempo permanece bajo la definición y la prescripción de la «presentación sensible de la Idea», llega a detenerse y congelarse como en el último resplandor de la Idea, en su residuo puro y sombrío. En el límite, no queda más que la idea del arte mismo, como un puro gesto de presentación replegado sobre sí. Pero este residuo funciona aún como la Idea, e incluso como Idea pura del sentido puro, o como una visibilidad ideal sin otro contenido que la luz misma: como el núcleo puro de tinieblas de una autoimitación absoluta.

Nada más platónico, o más hegeliano, que ciertas formas en las que prevalece una pureza –o una depuración–, ya sea material, ya sea conceptual, minimalista, productiva o acontecimental. Podría decirse que es el arte de la Idea residual. No por ser residual, desencadena menos, al contrario, un deseo infinito de sentido y de presentación del sentido. Y este residual no es lo vestigial de lo cual hablare más adelante. Es su reverso.

En verdad, el rasgo destacable de gran número de obras de arte de hoy no se encuentra en lo informe o en la deformidad, en lo repulsivo o donde fuere: se encuentra en la búsqueda, el deseo, o la voluntad del deseo. Se intenta significar: el mundo y lo inmundo, la técnica y el silencio, el sujeto y su ausencia, el cuerpo, el espectáculo, la insignificancia o la pura voluntad de significar. Una «búsqueda de sentido» es el leitmotiv (más o menos consciente) de quienes olvidan, como el Wagner de Parsifal, que la estructura de la búsqueda es una estructura de fuga y de pérdida, en las que el sentido deseado se desangra por completo poco a poco.

De esta manera, la demanda o la postulación de la Idea se dejan aprehender en su desnudez, en su carne viva. Tanto más desnuda y en carne viva en la medida en que son desprovistas a la vez de referentes y de códigos para sus referentes (que fueron en otro tiempo los de la religión, los mitos, la historia, el heroísmo, la naturaleza, el sentimiento, antes de convertirse en los de la visión o de la sensación misma, de la textura o de la materia, y hasta la forma autorreferencial). Es allí donde, con encarnizamiento y con ingenuidad, se despliega esta demanda de la Idea, en que el arte se agota y se consume: no queda de el más que su deseo metafísico. No es más que una abertura tendida hacia su fin, hacia un telos/teos vacio del cual aún presenta la imagen. Nihilismo, entonces, pero en tanto que simple retorno del idealismo. Si, para Hegel, el arte ha llegado a su fin porque la Idea se presenta ante él en su propio elemento, en el concepto filosófico; para el nihilista, en cambio, el arte llega a su fin al presentarse en su concepto propio y vacío.

6. Con ello no se han agotado sin embargo los recursos de la definición del arte ni los recursos del arte mismo Aún no se ha acabado con su fin. Éste encubre todavía una complicación suplementaria y de la cual proviene toda la complejidad de lo que se encuentra en juego en el arte de hoy. Para percibirlo, es preciso avanzar un paso más en la lógica de la «presentación de la Idea».

Este paso se ejecuta en dos momentos, de los cuales el primero todavía pertenece a Hegel (y a través de él a toda la tradición), mientras que el segundo refiere al límite de Hegel y llega hasta nosotros (via Heidegger, Benjamin, Bataille, Adorno).

El primer momento viene a afirmar que la «presentación sensible de la Idea» es en sí misma una necesidad absoluta de la Idea. Dicho de otra manera, la Idea no puede ser lo que es –presentación de una cosa en su verdad– sino a través, en y como este orden sensible que es al misino tiempo su exterioridad y, más aún, que es la exterioridad misma en tanto que aquello que es sustraído al retorno-en-sí y para-sí de la Idea. La Idea debe salir de sí para ser ella misma. Eso se llama necesidad dialéctica. Como ustedes ven, su implicación es equivoca: por una parte, el arte es siempre necesario, entonces, ¿cómo podría tener fin? Pero, por otra parte, es la Idea la que es presentada para terminar. No me detendré aquí más tiempo sobre este equívoco, aunque haya mucho que aprender de la manera muy especifica en que dicho equívoco trabaja la Estética de Hegel y complica o, más aún, subviene secretamente el esquema del «fin del arte».

Pero paso al segundo momento: aquel en que Hegel no accede (no logra acceder) a lo que permanece, en suma, como el residuo del equivoco (y sobre lo cual este equivoco entonces también opera, a su manera). De manera lapidaria, este segundo momento puede enunciarse así: la Idea, al presentarse, se retrae en tanto que Idea. He aquí un enunciado que es necesario examinar más detenidamente.

La presentación de la Idea no constituye la puesta a la vista en el exterior de aquello que se hallaba en el interior, si el interior no es lo que es –«interior»– sino en el exterior y en tanto que exterior. (Se trata en el fondo de la estricta lógica de una autoimitación.) Así, en lugar de reencontrarse y retornar como la idealidad invisible de lo visible, la Idea borra su idealidad para ser lo que es. Pero lo que ella «es», a causa de ello, no lo es y no puede serlo.

En otros términos: que el sentido sea su propio repliegue, he aquí quizás lo que nos queda de la filosofía de la Idea, es decir, lo que nos queda por pensar. Pero que el repliegue del sentido no sea nuevamente una Idea impresentable por presentar, he aquí lo que hace indisociablemente de este resto –y de su pensamiento– una tarea del arte: puesto que si este repliegue no es una idealidad invisible por visualizar, es que es por completo al trazarse directamente en lo visible, como lo visible mismo (o como lo sensible en general). Tarea del arte, en consecuencia, que no seria más la de una presentación de la Idea, y que debería definirse de otra manera.

7. Es aquí donde el remanente es vestigio. Si no existe lo invisible, no existe imagen visible de lo invisible. Con el repliegue de la Idea, es decir, con el acontecimiento que sacude nuestra historia desde hace dos siglos (o bien, desde hace veinticinco Siglos...), la imagen también se repliega. Y como veremos, lo otro de la imagen es el vestigio

La imagen se repliega en tanto que fantasma o espectro de la Idea, destinada a desvanecerse en la presencia ideal misma. Se repliega así en tanto que imagen de, imagen de algo o de alguien que no sería una imagen. Se desdibuja como simulacro o como rostro del ser, como sudario o como gloria de Dios, como impronta de una matriz o como expresión de un inimaginable. (Volveremos sobre este pasaje, que es acaso en primer lugar una imagen bien precisa que se desdibuja: el hombre como imagen de Dios.)

En este sentido, lejos de ser la «civilización de la imagen» a la que se acusa, también a ella, de crímenes cometidos contra el arte, somos más bien una civilización sin imagen, dado que no está presente la idea. El arte, hoy, tiene por tarea responder a ese mundo o responder por él. No se trata de construir imagen a partir de esta ausencia de Idea, dado que en este caso el arte permanece apresado dentro del esquema ontoteológico de la imagen de lo invisible, de ese dios que habría que «imaginar inimaginable», según Montaigne. Se trata por lo tanto de otra tarea, cuyos datos es necesario intentar esbozar.

Está claro, por lo menos, que si el arte continúa siendo definido como una relación de la imagen a la Idea, o de la imagen a lo inimaginable (doble relación que casi determina, en la tradición, la partición entre lo bello y lo sublime en las determinaciones filosóficas del arte), es entonces el arte en su integridad que se repliega con la imagen. Y es lo que, en efecto, vio venir Hegel. Si su fórmula ha conocido una fortuna tal, si ha sido inclusa ampliada y desviada, es simplemente porque era verdadera, y porque el arte empezaba a terminar con su función de imagen. Lo que equivale a decir, con su función ontoteológica: es en la religión, o como religión, que el arte hegeliano deviene «cosa del pasado». Pero es así, quizás, que el arte comenzaba a tornarse visible de otra manera que como imagen, que llegaba a hacerse sentir de manera diferente.

En un mundo sin imagen en el sentido expuesto, se despliega una plétora, un torbellino de imágenes en las que es imposible reencontrarse, en las que el arte ya no se reencuentra más. Es una proliferación de vistas, lo visible y lo sensible mismo en múltiples esquirlas, que no reenvían a nada. De vista que no hacen ver nada, o que nada ven; vistas sin visión. (Piénsese en el desdibujamiento de aquella figura romántica en la que el artista era un visionario.) O bien, y de manera simétrica, este mundo se encuentra atravesado por una interdicción «radicalizada» de imágenes, como dice Adorno[12], y se ha convertido así en «sospechoso de superstición», si no es otra cosa que la angustia frente a la nada en la que se sostendría toda imagen. Este «reenvío a la nada» se abre entonces a una ambigüedad fundamental: o bien la «nada», de manera obstinada –y me atrevería a decir obsesiva–, se comprende aún como negativo de la Idea, como Idea negativa o como abismo de la Idea (como el vacío en el centro de su auto-imitación), o bien puede comprenderse de otra manera, Es lo que yo quisiera proponer bajo el nombre de ese casi nada que es el vestigio.

8. Lo que permanece en repliegue de la imagen, o lo que permanece e su repliegue, como este repliegue mismo, es en efecto el vestigio. El concepto de esta palabra nos será dado en primer lugar, sin duda no por azar, por la teología y por la mística. Iremos a tomarlo allí, para apropiárnoslo. Los teólogos han establecido la diferencia entre imagen y vestigio con el objeto de distinguir entre la marca de Dios en la criatura razonable, en el hombre imago Dei, y otro modo de esta marca en el resto de la creación. Este otro modo, el modo vestigial, se caracteriza por lo siguiente (tomo en préstamo aquí el análisis de Tomás de Aquino): el vestigio es un efecto que «representa solamente la causalidad de su causa, mas no su forma»[13]. Tomás de Aquino da como ejemplo el humo, cuya causa es el fuego. En efecto, añade al referirse al sentido de la palabra vestigium, que designa en primer lugar la suela o la planta del pie, un rastro, una impronta de paso: «el vestigio muestra que ha habido un movimiento de alguien que pasa, pero no de quien pasa.» El vestigio no identifica su causa o su modelo, a diferencia (y es otra vez el ejemplo de Santo Tomás) de la «estatua de Mercurio, que representa a Mercurio» y que es una imagen. (Debe recordarse aquí que, en conceptos aristotélicos, el modelo es también una causa: la causa «formal».)

En la estatua existe la Ide, el eidos y el ídolo de Dios. En el humo vestigial no hay eidos del fuego. También se podría decir: la estatua tiene un «interior», un «alma», el humo no tiene interior. Nada conserva del fuego sino su consumación. Se dice «no existe humo sin fuego», pero aquí el fuego vale en primera instancia como la ausencia del fuego, de la forma del fuego (a diferencia, precisa el de Aquino, de un fuego iluminado como electo de un fuego iluminante). No obstante, no se considera esta ausencia como tal, no se refiere a la impresentabilidad del fuego, sino a la presencia del vestigio, a su resto o a la impresión de su presencia. (Vestigium proviene de vestigare, «seguir la huella», palabra de origen desconocido, de la que se pierde el rastro. No se trata de una «búsqueda», sino de encaminar sus pasos en el rastro del paso.)

Con seguridad, para la teología existe el fuego: es el fuego de Dios. Y más aún, sólo el fuego tiene un ser verdadero y pleno: el resto es ceniza y humo (o, por lo menos, se encuentra allí uno de los polos de la consideración teológica, de la que el otro polo sigue siendo una afirmación y una aprobación de toda cosa creada). No busco aquí entonces una derivación continua del «vestigio» a partir de la teología: pues en este caso se trata aún de un resto de teología que introduciré. De que el vestigio pueda ser perfectamente religioso tenemos un ejemplo en los márgenes legendarios del islam: la impronta del pie de Mahoma en el momento de su partida al cielo. Existe, por otro lado, detrás de la teología cristiana, toda una espiritualidad y una teología bíblicas del rastro y del pasaje. Ahora bien, el rastro de Dios sigue siendo su rastro, y Dios no se desvanece en él. Buscamos otra cosa: el arte indica otra cosa. Hasta una atención demasiado sostenida a esta palabra de «vestigio», como a cualquier otra palabra, podría amparar la tendencia a hacer de ella un nombre más o menos sagrado, una especie de reliquia (otra forma del «resto»), Es preciso apelar aquí a una semántica que sea ella misma vestigial: no permitir que el sentido se pose más tiempo que el pie de un pasante.

En estas condiciones, lo que aquí postulo –y que, creo, se propone expresamente desde Hegel– es que el arte es humo sin fuego, vestigio sin Dios, y no presentación de la Idea. Fin del arte-imagen, nacimiento del arte-vestigio; o bien, actualización de lo siguiente: que el arte siempre fue vestigio (y que por ende siempre se sustrajo al principio onto-teológico). ¿Pero cómo entender esto?

9. En el arte debería distinguirse entonces entre imagen y vestigio, en la misma obra de arte, acaso en todas las obras de arte. Debería distinguirse lo que opera o lo que demanda una identificación del modelo o de la causa, aunque fuera negativa, y lo que propone –o lo que expone– solamente la cosa, cualquier cosa, y entonces, en un sentido, cualquiera que fuese, pero no de cualquier manera, no en tanto que imagen de la Nada y tampoco en tanto que puro iconoclasma (lo que acaso viene a ser lo mismo). Cualquier cosa en tanto que vestigio.

Para intentar discernir lo que se encuentra en juego en este concepto singular, alojado como un cuerpo extraño, difícilmente localizable, entre presencia ausencia, entre el todo y la nada, entre la imagen y la Idea, huyendo de estas parejas dialécticas, retornemos al vestigium. Recordemos en primer lugar que para el teólogo el vestigium Dei es directamente lo sensible, es lo sensible mismo en su ser-creado. El hombre es imago en tanto que rationalis, pero el vestigium es sensible. Vale decir también que lo sensible es el elemento en el cual, o como el cual la imagen se desdibuja y se repliega. La Idea allí se pierde... Dejando su rastro, sin duda, pero no como la impronta de su forma: como lo trazado, el paso de su desaparición misma. No la forma de su auto-imitación, ni la forma en general como auto-imitación, sino lo que de ella queda cuando no ha tenido lugar.

Así, por poco que se trasponga aquí el limite de la ontoteología, el paso que sucede a Hegel desde Hegel pero finalmente fuera de él, el paso en el extremo del fin del arte, y que culmina este fin en otro acontecimiento, entonces ya no tiene que ver con la pareja de lo sensible que presenta y lo ideal presentado. Tiene que ver con lo siguiente: la forma-idea se repliega y la forma vestigial de este repliegue es lo que nuestro léxico platonizante nos lleva a nombrar «sensible». La estética en tanto que dominio y en tanto que pensamiento de lo sensible no significa otra cosa. Aquí, el rastro no es el rastro sensible de un insensible que lo encaminaría por su senda o por su pista (que indicaría el sentido hacia el Sentido): es lo trazado o el trazado (de lo) sensible, en tanto que su sentido mismo. El ateísmo mismo (y es sin duda lo que Hegel ya había comprendido).

¿Que podría querer decir esto? Intentemos avanzar más en la comprensión del vestigium. Esta palabra designa la planta del pie, así como su impronta o su rastro. Se puede de allí extraer, si es posible decirlo, dos rasgos alejados de la imagen. El pie, en principio, es lo opuesto al rostro, es la faz o la superficie más disimulada del cuerpo. Podrá pensarse aquí en la presentación, ateológica en suma, del Cristo muerto de Mantegna, con las plantas de sus pies vueltas hacia nuestros ojos[14]. También se podría recordar que la palabra faz proviene de una raíz que significa posar: posar, presentar, exponer, sin remitir a nada. Aquí, sin relación con nada diferente que un suelo que sostiene, pero que no forma un sustrato o sujeto inteligible: solamente espacio, extensión y lugar de pasaje. Con la planta del pie se está en el orden de lo plano y lo horizontal, de la extensión horizontal sin referencia a la vertical tirante.

El pasaje constituye el segundo rasgo: el vestigio como testimonio de un paso, de una marcha, de una danza o de un salto, de una sucesión, de un impulso, de una consecuencia, de un ir-y-venir, de un transire. No es una ruina –que es el resto devastado de una presencia– sino precisamente un contacto a ras del suelo.

El vestigio es el resto de un paso[15]. No es una imagen, porque el paso mismo no consiste en otra cosa que en su propio vestigio. Una vez que el paso ha sido dado, ya es pasado. O, más bien, no es nunca, en tanto que paso, simplemente «dado» y registrado en alguna parte. Si así puede expresarse, el vestigio es su contacto o su operación, sin llegar a ser su obra. O bien, en los términos que he venido empleando hasta el momento, seria la finalización infinita (o la no finalización) y no la perfección finita. No existe presencia del paso, pero este no llega a ser el mismo hasta que se manifiesta en presencia. Es imposible decir literalmente que el paso tiene lugar: en cambio, un lugar en el sentido fuerte de la palabra es siempre el vestigio de un paso. El paso, que es su propio vestigio, no es un invisible –no es Dios ni el paso de Dios– y no es tampoco la simple superficie quieta de lo visible. El paso ritma lo visible con lo invisible, o bien a la inversa, si se debe hablar ese lenguaje. Este ritmo comporta secuencia y sincopa, recorrido e interrupción, rasgo y orificio, frase y espasmo. Conforma así una figura, pero esta figura[16] no es imagen en el sentido al que me acabo de referir. El paso de la figura, o el vestigio, es su trazado, su espaciamiento.

Es necesario asimismo renunciar a nombrar y a dar atributos al ser del vestigio. Lo vestigial no es una esencia. Y es ello mismo lo que nos encamina de ahora en más tras el rastro de la «esencia del arte». Que el arte sea hoy su propio vestigio, he aquí lo que nos abre a él. No es una presentación degradada de la Idea, ni la presentación de una Idea degradada: presenta lo que no es «Idea», la moción, el advenimiento, el pasaje, lo ya-ido de toda llegada-en-presencia. Así, en el Infierno de Dante, un hundimiento suplementario de la barca o el rodar de ciertas piedras señalan a los condenados –pero no les hacen ver– el pasaje invisible de un ser vivo[17]

10. Apartándose de la cuestión del ser, se presentaría la del agente. Quedaría por preguntar: ¿de quién es el paso?, ¿de quién es el vestigio?

No es el de los dioses, o bien sería cuanto más el de su partida. Pero esta partida es tan antigua como el arte de Lascaux. Si «Lascaux» significa «arte», es decir, si el «arte» no emerge progresivamente de la materia sin valor de la magia –y mas tarde de la religión–, sino que indica desde el principio otra postura, no la impronta de la genuflexión, sino el rastro del paso, entonces la cuestión del arte jamás ha ocupado al arte. La idolatría y la iconoclastía no tienen vigencia sino con relación a la Idea. Ello no impide en absoluto que el arte haya sido homogéneo con respecto a las religiones (y seria necesario, además, considerar las diferencias entre ambas). Pero en la religión misma, el arte no es religioso (Hegel lo habría comprendido).

Habría mucho que decir del paso de los animales, de sus ritmos y sus marchas, de sus rastros multiplicados, vestigios de patas o de olores, y de lo que en el hombre constituye vestigio animal. Aquí, una vez más, seria necesario volverse a lo que Bataille denomina la «bestia de Lascaux». (Suponiendo que se pueda ignorar, más acá del animal, todas las otras formas de pasos o de pasajes, las presiones, los frotamientos, los contactos, todos los roces, estrías, rayas, jaspeados, rasguños...) Pero correré el riesgo de afirmar que el vestigio es propio del hombre. No del hombre-imagen, no del hombre sometido a la ley de ser imagen de su propia Idea, o de la Idea de sí mismo. A un hombre, por lo tanto, al que difícilmente convenga ese nombre, si es difícil separarlo de la Idea, de la teología humanista. Pero, digamos, tratemos de decir, aunque más no fuera como un ensayo, el pasante. Un pasante, cada vez, y cada vez quienquiera que fuese: no es que sea anónimo, sino que su vestigio no lo identifica[18]. Es, cada vez, entonces, también común.

Él pasa, él es en el pasaje: lo que también se llama existir. Existir: el ser pasante del ser mismo. Llegada, partida, sucesión, pasaje de los límites, distanciamiento, ritmo y sincopa del ser. Así, no la demanda de sentido sino el pasaje como todo el tener lugar del sentido, como toda su presencia. Existirían dos modos del ser-presente, o de la prae-esse: el-ser-al-encuentro-de, presentado, de la idea, la Idea; y el ser-delante-de, que precede (no presenta), que pasa y, por lo tanto, es siempre-ya-pasado. (En latín, vestigium tempris ha podido significar el lapso muy breve, el momento o el instante. Ex vestigio = en el acto.)

No obstante, el nombre del hombre sigue siendo en una medida demasiado grande un nombre, una Idea y una imagen. Y no es en vano que fuera enunciado su desdibujamiento. Sin duda, pronunciarlo de nuevo, en otro tono completamente distinto, es también rechazar la interdicción angustiada de las imágenes, sin reconducir necesariamente al hombre del humanismo, vale decir, de la auto-imitación de su Idea. Pero, pan finalizar y de pasada, aún se podría intentar introducir una nueva palabra: la gente. «La gente», palabra vestigio si las hay, nombre sin nombre de lo anónimo y lo confuso, nombre genérico por excelencia, pero cuyo plural evitaría la generalidad, indicaría más bien, al contrario, el singular en tanto que es siempre plural, y también el singular de los géneros, de los sexos, de las tribus (gentes), de los pueblos, de los géneros de vida, de las formas (¿cuántos géneros hay en el arte?, ¿cuántos géneros de géneros?, pero jamás existió un arte que no perteneciera a algún énero...), y el singular/plural de las generaciones y de los engendramientos, es decir, de las sucesiones y de los pasajes, de las llegadas y las partidas, de los saltos, de los ritmos. El arte y la gente: los dejo con ese título para otra conversación.


Traducción de Daniel Santero
Jean-Luc Nancy: «Le vestige de 1'art» en Les Muses; Paris, Galilée, 1996.
[1] Jean-Louis Déotte, Le Musée, L’origine de l’esthétique, L'Harmattan, 1993.
[2] Adorno, Dialectique nègative. Trad. fancesa, p. 154, París, Payot, 1978, Leiris Journal, 1922-1989, p. 154. París Gallimard, 1992.
[3] Kant, 3ème Critique, # 47. - Renán: Dialogues et Fragments philosophiques, edición si referencia, p. 83 2do Diálogo, «Probabilidades», in fine. – Duchamp: Citado en Nella Arambasin, La conception du sacré dans la critique d’art en Europe entre 1880 et 1914, Tesis de Doctorado en Antropología Religiosa, Universidad de París IV-La Sorbona, noviembre 1992, t. I. p. 204; este trabajo contiene una veta de informaciones preciosas concernientes a la consideración del «fin del arte» y a sus efectos en el arte y en el discurso sobre el arte en el período considerado.
[4] Jan Patocka introdujo algunas reflexiones en este sentido; cf. L’Art et le temps, trad. E. Abrama, POL, 1990.
[5] En inglés en el Original. [N. d. T]
[6] Prefacio a El negro Narciso.
[7] Morceaux de bravoure, p. 401, París, Gallimard, 1992.
[8] Prospectus et tous écrits suivants, I, p. 79, París, Gallimard, 1967.
[9] L’Oeil et l’Esprit, cap. IV.
[10] Enéadas, II, 6.
[11] Werke in drei Bänden, III, p. 617, Schlechta, Munich, Hanser, 1956.
[12] Dialectique nègative, op.cit., p. 313.
[13] Summa Theologica, Ia, qu.45, art. 7. Sobre la imagen y el vestigio, en Tomás de Aquino y en otras partes, es necesario consultar los análisis de Georges Didi-Huberman en su Fra Angelico. Dissemblance et figuration, Flammarion, 1990. Me separo de este autor al proponer una interpretación no dialéctica del vestigium, pero en el marco de la teología, la interpretación dialéctica de Didi-Huberman se encuentra absolutamente fundada.
[14] Puede comparárselo, entre otros ejemplos, con La lección de anatomía del Dr. J. Deymann, de Rembrandt.
[15] Hablar del paso es saludar a Blanchot y a Derrida.
[16] Sobre la cuestión de la figura, cf. Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, «Scène», Nouvelle Revue de Psychanalyse, otoño de 1992.
[17] XII, 28 y XIII, 27.
[18] Saludos, esta vez, a Thierry de Duve («Fais n’importe quoi...», Au nom de l’art, parís, Minuit, 1981).

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